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Letters

La poesía de Mary Oliver en busca de la paz


(Sonia Fides, El Asombrario & Co., 30/08/2025) – Leer a Mary Oliver es encontrar un refugio, una ley en la que la libertad, el respeto y la belleza ofrecen un canto único. Y leer un libro como ‘Devociones’ en el que se compila toda su poesía es un acto de rebeldía, un acto extremo y lleno de gozo que nos hace recordar lo imprescindible, reconocer que el mundo es un mundo impúdico, un caos en el que creemos movernos como si estuviéramos en una casa perfectamente ordenada. La apuesta de la estadounidense Mary Oliver (1935-2019) por lo sencillo y lo inefable queda reflejada en esta voluminosa antología. Sus poemas son largas preguntas que no tienen el ánimo de encontrar respuestas sino desahogo, sino continuación, sino ternura. Oliver ora en sus poemarios en busca de la paz. Solo quiere que el alma del hombre vuelva a lo primigenio, a lo no contaminado. Con ella cerramos la serie ‘Champán y cocodrilos’ de este agosto.
(Para Inés Martín Rodrigo, sin su permiso, porque tras escribir su valeroso libro, ‘Otra versión de ti’, ya sabe lo que hará con su única, salvaje y preciosa vida). 

Devociones reordena a quien lo lee, aniquila el velo muerto de la mirada, invierte el poder de la inercia hasta desclasificar aquella pureza que hubo en él.
Devociones es un libro bello, alejado del temor a la verdad, amplio y al mismo tiempo dueño de una intimidad emocional bárbara. Un libro de devociones y convicciones inamovibles. Se lee desde principio a fin con una credulidad benefactora. El buen lector de poesía sabe que no hay verdad como la que acoge un verso, ni pelea tan honesta como la de una metáfora. Y de ambas certezas se alimenta este libro extraordinario. 
Ese aplauso ininterrumpido de Mary Oliver a lo sencillo, a lo inefable, a esa garantía con que la naturaleza rompe el eco humano queda reflejado en el grueso de esta voluminosa antología, de una forma tan natural como la respiración, y de una forma tan exacta como lo es la hegemonía de los pulmones en el acto vital.
“Esta mañana los huevos del cardenal / han roto y ya pían los polluelos / pidiendo comida. No saben de  dónde / vienen, tan solo siguen gritando «¡más!, ¡más! / Ni tan siquiera saben que tiene alas. / Y así, cual simple acaecer/vecinal, un milagro / está teniendo lugar.”

En toda la poética de Oliver conmueve su sencillez contestataria. La ausencia de imposiciones, la caricia poética sobre lo categórico. Oliver reflexiona y la reflexión se vuelve lenguaje estético y ético formando un equilibrio sobre el que pasea sin miedo el poder de lo eterno. Oliver corrobora la existencia de lo infinito en cada uno de sus causales versos.
“Me he negado a vivir / encerrada en la pulcra casa / de las razones y las pruebas”.

Oliver no necesita escuchar a Dios para sustentar su franqueza. Se aprovecha de su silencio para sumergirse en la observación de la naturaleza, para alimentarse de la religión que proclama el movimiento de los árboles, el nacimiento de las especies, una religión sin castigos ni oraciones ególatras. Sin mártires ni milagros efectistas y castradores. Para qué mirar al hombre si se puede mirar a la naturaleza, para qué mirar a Dios si existe esa primera opción.
“Sí, lo sé, Dios nunca rompe su silencio”.

Oliver es poseedora de una infalible sensibilidad que combate sin tregua cualquier atisbo de sensiblería. Oliver apuesta fuerte por cada uno de sus pensamientos y al hacerlo los despoja de cualquier latido superfluo. Ella no quiere trampas en sus versos. Quiere cuerpos limpios alejados de la amenaza comercial. Oliver crea miles de significados para cada una de sus palabras cuando las elige para que vivan eternamente en la cotidianidad. 
“¿De dónde viene este frío? / «Viene de la muerte de tu amigo». / ¿Y seré ya para siempre este frío? / «No, menguará. Mas siempre / estará contigo». / ¿Por qué razón? / «¿No fue siempre vuestra amistad / bella como una llama?».

El poder que Oliver otorga a la naturaleza y a sus habitantes la convierte en una mesía dulce, empática. En su mirada está el valor intrínseco del respeto hacia su libertad; para ella la naturaleza es una escuela llena de sabios siempre que no pise sobre sus nobles labios el pie del ser humano. Ella hace mucho hincapié en ese razonamiento.
“Son dulces la flores. / Nada en el mundo / se puede decir contra ellas”.

Las confesiones de Mary Oliver son minuciosas apostasías que le sirven como biografía a un incalculable número de personas. En las observaciones de Oliver cantan todos los ciudadanos del mundo. Solo hay generosidad en sus composiciones y una servidumbre esencial para enseñar el verdadero sentido de la vida. Los valores que nos hace olvidar la inercia del capitalismo. 
Oliver canta su falibilidad a pesar de que conoce el poder de lo exacto y lo hace porque conoce la nociva sombra su soberbia. 
“No puedo recordar / cada primavera, / no puedo recordarlo / todo…”.

Oliver juega en sus poemas a extraditar lo extravagante, pero paradójicamente sin renunciar a esa extravagancia sublime que es la naturalidad en sus renuncias en virtud de ese eco plural que mana de sus poemas y de sus poemarios.
“No quiero ser modesta ni respetable. / Estuve así, dormida durante años. / No intento ser sabia, eso sería ridículo. / Puro parloteo”.
Pero también a veces comete errores en la elección de las imágenes, como en el libro Canciones de Perro. Un libro en el que Oliver pierde la vitalidad subversiva de la sencillez y los vericuetos que busca para expresarse son menos eficaces, menos inmersivos para el lector, y para ese apocalipsis benefactor que tan bien enarbola, pero que en él acaba por diluirse. Afortunadamente, es un  hecho aislado y el caudal de su río poético enseguida vuelve a convertirse en agua transparente. Su obra es demasiado extensa, comprometida y comprometedora para ser perfecta, y eso la hace aún más valiosa.

Oliver usa el arte como denuncia sin necesidad de que medie la violencia en ninguno de sus versos. Oliver comprende el mundo con el afán del que jamás deja de pelear por construirlo. ¡Qué suavidad hay en todas sus batallas!
“Franz Marc murió joven, metralla en el cerebro. / Preferiría morir antes que explicarles a los caballos azules / qué es la guerra. / Se desmayarían de horror o simplemente / les parecería imposible de creer. / No sé cómo darte la gracias, Franz Marc. / Quizá nuestro mundo se vuelva más amable algún día. / Quizá el deseo de hacer algo bello / es el pedazo de Dios que llevamos dentro”.

Oliver utiliza la humildad como una preciosista herramienta de defensa.
“Así es como me tumbo, pues, mientras distancia y tiempo / revelan sus verdaderas actitudes: nunca / han oído hablar de mí ni nunca lo harán ni lo necesitan. / Por supuesto me despierto finalmente / pensando qué maravilla ser quien soy / hecha de tierra y agua, / mis propias ideas, mis huellas dactilares, / todas esas cosas temporales, gloriosas”.

Subyugante es esa predilección que tiene Mary Oliver de agilizar certezas otorgándoles generosos signos de interrogación. Oliver no cree en la endogamia entre pregunta y respuesta, porque posee la habilidad para hacerlas rendirse ante la modernísima mezcolanza que ella les plantea. Preguntas y respuestas cohabitando en un sublime sueño bidireccional. 
“Es maravilloso caminar de esa manera, / sin pensar en la intervención habitual de obtener respuesta / sino tan solo a la deriva”.
“Quién soy yo para convocar su cuerpo duro y feliz / sus cuatro patas blancas que aman rodar y pisar / a través del follaje oscuro / para que vuelva y camine a mi lado, obediente”.

Los poemas de Oliver son estallidos de coherencia que, sin embargo, reniegan del adoctrinamiento. En cada uno de sus versos laten todas las caras de la libertad propia y ajena. 
Oliver es la dueña absoluta de los diálogos impensables. En cada uno de sus versos haya locura, cordura, deseo, avidez, vehemencia, pero desde la pulcritud emocional más meditada. Oliver es una mediadora y una interlocutora inconmensurable para esa fantasía que su franqueza convierte en realidad.
“Bajo a la orilla por la mañana / dependiendo de la hora las olas / rompen o rebotan, / y digo, oh, soy desgraciada, / ¿Qué haré… / qué debería hacer? / Y el mar, / con su voz encantadora, dice: / Discúlpeme, tengo trabajo que hacer”.

En cada uno de los libros que conforman esta complicación y  en cada uno de los poemas que engloba hay una epifanía sencilla, esa que busca hacer reflexionar a lo grandilocuente. La que acoge las emergentes ruinas de todo aquello y de todos aquellos que se han alejado de la simpleza primigenia de la vida.
“Me preocupé mucho. / Finalmente la preocupación quedó en nada. / Y renuncié. / Y cogí mi viejo cuerpo / y salí a la mañana, / y canté”.
Un hito en este volumen es el poema Con agradecimiento al chingolo campestre cuya voz es tan delicada y humilde. Un poema duro y dueño de un pragmatismo lírico capaz de restañar conciencia. De acabar con todos los vestigios de lo supra valorado.

La serenidad manifiesta y la ternura y su respeto profundo, sanador y absoluto por la naturaleza hacen de sus versos valiosos oasis sobre lo que, sin duda, deben recalar las nuevas generaciones. Sus dudas, sus llamadas de atención sobre la catástrofe que resulta la mano del hombre y su sombra sobre ella. 
“No he conversado en verdad, aún no, con nutria / sobre su vida. / A veces se acerca. / Admiro sus bigotes / y su oscura piel que nunca llevaría, aunque me mataran. / No tiene palabras, más lo que cuenta sobre su vida / está claro. / Imagina que el río durará para siempre. / No envidia la casa seca en la que vivo. / Se maravilla, mañana tras mañana, de que el río / esté tan frío, fresco y vivo, y de que aun así / yo no me tire al agua”.

La poesía de Oliver es un reto para la humanidad y con la humanidad. Debería ser aprendida de memoria, de esa forma en que se reza una oración que nace del gozo de rezarla y no del castigo.
“Es dar hasta que el dar se siente como un recibir”.
Posee Oliver una sensibilidad endógena que deslumbra, tiene versos que cambian el sentido de la existencia. Todo en sus versos es creación y vínculo. Todos vienen y van dirigidos al mismo objetivo liberar a la naturaleza y a sus habitantes, revalorizarlos.
“Guarda un sitio en tu corazón para lo inimaginable”.

Es evidente mientras se avanza en la lectura que la poeta quiere reeducar al Altísimo. Enseñarle sus injusticias, pero sin acritud, de esa manera calmada y sin ostentaciones en que una madre les enseña a sus hijos las palabras y los gestos que lo harán valioso como ser humano.
“Que nunca deje de ser traviesa, / que nunca deje de ser atrevida. / Que mis cenizas, cuando las tenga, amiga, / y las entregues al océano, / salten la espuma de las olas, / amando aún el movimiento, / aún dispuestas, más allá de todo, / a danzar por el mundo”.
“Dejadme mantener la distancia, siempre, de aquellos / que creer tener las respuestas”.

Hay en esta antología unos versos, pertenecientes al poema En el río Clarion, que contienen una de las más hermosas metáforas de la palabra libertad que yo haya leído.
“No sé quién es Dios exactamente”.
 Y dos más nunca que consiguen desbancar el poder totalitario de Dios.
“Si Dios existe no es solo miel y buena suerte. / También es la garrapata que mató a mi maravillosa perra Luke”.
Oliver disfruta de la naturaleza de forma plena.  De todas sus caras, asume su pluralidad, su libertad enriquecedora. Oliver no busca en ella la perfección, pero la utiliza como ejemplo de heterodoxo humanismo.

“Al oeste, las nubes se acumularon. / Yunque cumuliformes. / Al cabo de una hora el cielo estaba lleno / de la dulzura de la lluvia y la explosión de los rayos”.
Oliver no le teme a la muerte y proclama que cuando llegue su resurrección no vendrá auspiciada por el capricho de Dios, sino por su vuelta al útero materno de la tierra. 
“La muerte me aguarda, lo sé, a la vuelta / de una esquina u otra. / Es algo que no me divierte. / Pero tampoco me asusta. / Después de la lluvia, volví al campo de girasoles. / Hacía frío, y me sentía de todo menos adormilada. / Caminé poco a poco, y escuché / las locas raíces, en la tierra, riendo y creciendo”.
Oliver enlaza con maestría lo bucólico con lo político. Los elementos de la naturaleza le sirven como burla contra el poder. Todos los falsos movimientos de un Estado se personifican a través de sus versos en la naturaleza. El superlativo poema Del Impero lo resume sin miedo. 
“Jesús dijo, velad conmigo. Mas los discípulos se durmieron”.
Hay pocas veces que Oliver pierde el control de sus versos; cuando eso ocurre su imprecisión y su lengua confundida se convierten en una herida en la mirada del lector. 

Con su poesía Oliver ha excavado una sima que provoca la entrada de esa luz capaz de dejar en evidencia todas las atrocidades que se comenten contra la naturaleza con versos íntegros, lejos de exaltaciones y provocaciones. 
La serenidad es el arma de Oliver. 
Sus poemas son largas preguntas que no tienen el ánimo de encontrar respuestas sino desahogo, sino continuación, sino ternura. Oliver ora en sus poemarios en busca de la paz. Solo quiere que el alma del hombre vuelva a lo primigenio, a lo no contaminado. 
Oliver no se rinde nunca, sus versos son, como decía más arriba, larguísimas resurrecciones, pero alejadas de los lamentos, de los testigos y de la necesidad del amparo divino.
“No me molestes. / Acabo / de nacer”.

Oliver es la poeta de la sencillez, del candor, pero también es la astuta nodriza que cava para esconder al débil. No hay en sus poemas más que soluciones, nada más que lealtad, nada más que la fuerza de un trabajo arrollador y centrífugo contra el abuso. 
Oliver habla de la naturaleza como de una mujer maltratada, destaca sus cicatrices dejando sobre ellas la humedad de sus besos poéticos, pero también lucha por arrancarles la costra para que el oxígeno las limpie. 
Hay pocas poetas a las que le importe menos el yo. Pocas que conviertan la delicadeza en una fuerza arrolladora. Mary Oliver es una de esas poetas. 

‘Devociones’. Mary Oliver. Poesía reunida. Lumen. 749 páginas.

Sonia Fides, El Asombrario & Co., 30/08/2025 – ‘Devociones’: toda la poesía de Mary Oliver en busca de la paz